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El Diván Desgarrado

Consultorio postmoderno 

17 noviembre 2006

11:15 a. m. - Multiculturalismo: Del Estado Laico a la sociedad tecnoeconómica


Introducción


“Where is the love from men?, where is it gone?,
where is the love for humanity?, where is it gone?.
The love for the children trees, respect for the endlessness,
where is it gone?, where is it gone?

One Giant Leap



La historia de las civilizaciones nos muestra claramente las consecuencias políticas de un mundo con una génesis cultural diversa. Dicha historia ha estado marcada, desde los orígenes más remotos de la humanidad, por un extenso recorrido de conflictos entre grupos con identidades étnicas heterogéneas que han luchado por la preservación de sus propias características culturales y sus modos políticos de agrupación.

Esto, como hemos señalado, no es ni mucho menos un fenómeno exclusivamente contemporáneo. Detengámonos un momento y analicemos algún ejemplo que nos sirva para ilustrar lo dicho hasta acá. Veamos la sociedad china de la denominada Época Shang, siglos XIV y XIII a.c. Esta sociedad primitiva de “clanes” se desarrolló en una estructura políticamente unitaria y feudal, económica y socialmente agrícola, la cual derivó hacia los siglos VIII y VII a.c. en una forma política que, como consecuencia del crecimiento del poder de los señores feudales, de sus particulares desarrollos etnológicos y de su independencia del Soberano Chou (poder central), se sumió en una extensa época de conflictos que conocemos con el nombre de “Período de los Reinos Combatientes” (Álvarez, 1996). Aún cuando hoy día tenemos la idea de China como una gran nación unitaria, lo cierto es que bajo su bandera de Estado Nación coexisten múltiples culturas, con diversos dialectos, religiones y cosmogonías sobre el mundo que se remontan a esta época de conflictos entre grupos diversos.

Hoy día, lejos de la sociedad china de aquel entonces, pero inmersos en un escenario igualmente conflictivo a escala global, podemos observar nuevas expresiones, quizá con el agregado de las complejidades propias de nuestra época tecnoeconómica, de la constante tensión entre individuos, más aún entre sociedades políticamente constituidas, que abogan por la preservación de sus modos sociales de existencia. Esta tensión se manifiesta, por nombrar algunos casos, en el manejo de las relaciones diplomáticas internacionales, en el reacomodo de fuerzas o coaliciones de estados nacionales, en el fracaso en la aplicación de las fórmulas económicas del Fondo Monetario Internacional a los denominados países del “tercer mundo”, en las guerras religiosas, entre algunas otras evidencias históricas contemporáneas, que constituyen una notable expresión de las aún latentes limitaciones en el reconocimiento de las diversas identidades culturales de los individuos.

Tal como plantea Kymlicka (1996) en la introducción de su obra Ciudadanía multicultural: “La mayoría de los países hoy en día son culturalmente diversos. De acuerdo con estimaciones recientes, los 184 países independientes del mundo contienen más de 600 grupos con lenguas particulares, y 5000 grupos étnicos. En muy pocos países los ciudadanos pueden decir que comparten el mismo idioma, o que pertenecen al mismo grupo etnonacional” (1996, p. 1)

Esto plantea un amplio rango de diversidad que por su propia naturaleza genera un escenario complejo donde prevalecen las diferencias. Ese ideal añorado de “la nueva era del ciudadano universal”, traducido, por ejemplo, en el discurso de tolerancia étnica que sobrevino en la esfera intelectual europea al fin de la guerra fría y la consecuente caída del Muro de Berlín, parece haber quedado, una vez más, en entredicho:

“…tras la época maniquea de la guerra fría y de la caída del Muro de Berlín, la abolición de las fronteras, la interpenetración de las culturas y la babelización de las lenguas debían conducir a la aparición de un hombre nuevo, viajero sin raíces y sin equipaje, libre de toda obligación, ciudadano del mundo que sólo tenía como patria la Tierra entera. Era la época de la célebre “aldea global”, nueva versión del internacionalismo proletario, gran y hermosa ilusión de las dos últimas décadas del siglo XX.” (Daniel, 2003, p. 2)

La “gran aldea global” y el ciudadano sin fronteras, han tenido que enfrentarse a la dura confrontación con el acaecer histórico. Siguiendo las ideas de Daniel “tan sólo nos queda el lirismo del desencanto” (2003, p. 2) El humanismo de “las Luces” ha quedado derrotado por “la muerte de las utopías”, la multiplicación de los genocidios, las guerras de religión, el hambre y la muerte de los niños.

La concepción heredada en las ciencias sociales, adoptada por gran parte de los investigadores contemporáneos, da cabida a esta especie de optimismo ciego que denuncia Daniel (2003) y que pretende dar respuesta a estas evidencias en términos de racionalidad. Por ejemplo, la acción comunicativa habermasiana coloca como prerrequisito para el diálogo entre culturas lo que él denomina como una pragmática universal fundada en términos de racionalidad: “…todo el que emprenda seriamente el intento de participar en una argumentación acepta implícitamente presupuestos pragmáticos universales que poseen un contenido normativo; el principio moral se puede derivar entonces del contenido de esos presupuestos de la argumentación, con tal que se sepa qué significa justificar una norma de acción” (Habermas, 2000, p. 16)

Dicho diálogo, es además entendido como la búsqueda de un acuerdo entre culturas donde una parte, desde nuestra perspectiva, asume como válida la necesidad de dicho acuerdo, entre otras cosas. Nuestra intensión es discutir, sobre las posibilidades de una explicación con estas características, incluso sobre la posibilidad misma de una “explicación”.

El hombre o individuo “articulado”, como lo denomina Charles Taylor en su obra fundamental “Las Fuentes del Yo” (1989), es ese cuyo universo significante tiene que ver con la constitución de su lenguaje, el cual a su vez corresponde al “horizonte”, en términos gadamerianos (2004), cultural al cual pertenece. Sus valores cobran sentido a partir de la interpretación hecha en estos términos y no desde la perspectiva de tercera persona, de agente racional frente a un ámbito de decisiones universalmente dadas.

La intención de este trabajo es explorar estas perspectivas a partir del debate contemporáneo entre las ideas de Charles Taylor y su ética del reconocimiento y las objeciones y contribuciones de otros autores, principalmente Will Kymlicka y Jürgen Habermas, a una noción comunitarista de tipo tayloriano.

La discusión sobre multiculturalismo se encuentra en plena efervescencia, y esto tiene además sentido en términos prácticos, podríamos decir, en términos políticos. El mundo Europeo occidental y los países del norte de América, se enfrentan diariamente a las demandas de sectores minoritarios que exigen el reconocimiento de sus particularidades culturales. En Europa, por ejemplo en el caso francés, o en América, en el caso canadiense quebecquiano, se han incorporado importantes modificaciones legislativas que han tenido como génesis estas demandas. No obstante, ¿cómo enfrentan estas sociedades de corte liberal la asimilación de prácticas como por ejemplo la poligamia, las restricciones de derechos basadas en el género, etc... y a su vez mantienen su carácter de laicidad?, ¿se trata acaso de la asimilación de las diferencias a un modelo hegemónico con pretensiones universalistas?, etc.. Siguiendo la pregunta de Kymlicka: “¿Esto significa que los Estados liberales deben imponer normas liberales en minorías iliberales?” (1996, p. 8). Estas son las preguntas que aún están pendientes por ser respondidas y que tienen repercusiones inmediatas para quienes tienen la responsabilidad de representar a los ciudadanos de un determinado Estado o nación y de generar políticas públicas cónsonas con los valores de todos los ciudadanos de dicha sociedad.

Recientemente Ayaan Hirsi Ali (2006), exdiputada al congreso holandés de origen somalí-musulmán a quien recientemente se le revocó la nacionalidad holandesa en medio de una gran controversia, declaraba en relación a una concepción multiculturalista y manifestaba su rechazo a:

“...la teoría del “multiculturalismo”, que sostiene que distintos grupos minoritarios dentro de una pequeña sociedad pueden conservar sus costumbres y su religión, incluso si no son compatibles con la constitución o con la ley. Creo que eso es racista porque en primer lugar es un punto de vista que no contempla una sociedad de ciudadanos e individuos, sino de colectivos, de grupos. Estos grupos son casi siempre étnicos y tienen sus características específicas. Otra característica repugnante del multiculturalismo es que congela a estos grupos en un determinado sistema cultural, valorándolo: si practican la poligamia, deberían tener la libertad de hacerlo. Mientras, la gente que pertenece a estos grupos se queda sin la oportunidad de pensar siquiera y de progresar. Yo concibo la cultura como algo dinámico, algo que debería renovarse y criticarse constantemente. Los multiculturalistas la ven como algo estático. Esa postura los deja ciegos ante el hecho de que muchos grupos étnicos no occidentales, y todos los religiosos, oprimen a las mujeres. La sociedad liberal dice que hombre y mujer son iguales; si se permite a estos grupos tener sus propias tradiciones y su propia religión, en realidad privarán del derecho a estas mujeres, entregándolas a las normas de su comunidad, dándole a ésta margen para oprimirlas y para controlar su sexualidad. Así que piensan que están haciendo un favor, cuando en realidad están dando cobijo a la sumisión. Eso es lo que llamo “compasión equivocada”, una compasión imaginaria, no real” (Hirsi Ali, 2006, p. 3)

Esta es una clara advertencia al científico social que, por un lado, obvia el sentido práctico de esta discusión, y por otro lado, una advertencia de la necesidad de realizar mayores esfuerzos para entender desde una perspectiva clarificadora a qué nos referimos cuando hablamos de demandas de reconocimiento por parte de grupos minoritarios o minorías nacionales. No se trata de la defensa del dogma o religión liberal por una cuestión de atractivo ético o estético, o por el contrario de alimentar un escepticismo fatalista. Desde nuestro punto de vista la contribución del filósofo debe servir para generar un conocimiento, epistemológica y ontológicamente fundamentado, que arroje la suficiente riqueza de argumentos para establecer una vía de comprensión sobre estas diferencias.

“Muchas veces la universidad no está en contacto con el mundo real. Cuando trabajaba para el Partido Laborista, me di cuenta de que los académicos de izquierda, los que defendían con más ahínco las minorías étnicas, nunca habían conocido de cerca a ninguna, no habían vivido en sus guetos. No todos los académicos, pero muchos de los que defienden el multiculturalismo lo que hacen es escribir un libro, que es citado por un colega y reseñado por otro; a su vez, estos escriben otro libro, y los demás lo citan y lo reseñan, y así tienes un círculo vicioso de gente que sólo habla los unos de los otros. Producen obras para el gobierno que sirven de referencia para toda la sociedad. Los académicos de las ciencias sociales, en vez de investigar a fondo por qué demonios esta gente es así, repiten una y otra vez que hay discriminación, que se les tiene odio, que han pasado por la experiencia de la guerra. Uno de los principales retos que tenemos en Occidente es reformar la universidad, porque si no, sólo servirá para entretener a los mediocres” (Hirsi Ali, 2006, p. 5)

Creemos fielmente en una concepción de la ciencia social que es partícipe del espacio de lo público y que rompe con la connotación cientificista que comúnmente es otorgada (no sin fundamentos) al investigador. Sólo aquel cuya interpretación de los hechos no se vea limitada por las restricciones propias de su instrumento de observación, o por las exigencias dogmáticas de una epistemología formalista, podrá justificar su espacio de pertinencia en la más elevada de las discusiones que conciernen al entendimiento humano.


Multiculturalismo y etnocentrismo


“The demand for recognition, animated by the ideal
of human dignity, points in at least two directions,
both to the protection of the basic rights of
individuals as human beings and to the
acknowledgment of the particular needs
of individuals as members of specific
cultural groups”

Amy Gutmann


Para todos es obvio el tinte multicultural del escenario urbano mundial contemporáneo. En algunas latitudes este escenario de diversidad se muestra más prolifero. Está claro, el caso europeo y los grandes emporios económicos del norte como Los Estados Unidos de América, ejercen su influencia como polos de atracción para los ciudadanos de países del llamado “tercer mundo” con economías deprimidas o conflictos de otra índole (mayormente políticos) que les impulsan a explorar nuevas alternativas con la esperanza de alcanzar una “mejor” calidad de vida. Al menos esa es la creencia instalada.

Basta con tener la oportunidad de pasearse por las grandes urbes del viejo continente o por las metrópolis de algunas ciudades norteamericanas para palpar de primera mano la heterogeneidad de razas y culturas que conviven en un único espacio geográfico que se transforma día a día en una mezcla de contrastes y sincretismos culturales.

Esta coexistencia, difiere, no obstante, en la expresión interna que manifiesta en las sociedades en las que toma vida este fenómeno con mayor o menor fuerza. En el sentido de la penetración lograda por parte de los nuevos grupos de individuos y lo que podríamos denominar como la permeabilidad de la “cultura base” para asimilar nuevos patrones de identidad cultural. Pero además difiere de otros fenómenos migratorios en el sentido histórico. Esto es, por el carácter masivo que, como consecuencia de la interpenetración tecnológica y la posibilidad actual de movilidad a escala global, manifiestan los grandes desplazamientos de grupos de individuos de un ámbito geográfico a otro.

Esta nueva posibilidad tecnológica no sólo permite la movilización de individuos de un punto geográfico a otro de manera más rápida y, probablemente, menos costosa. Sino que también permite la interconexión de individuos de espacios culturales diversos, y por ende, con identidades diversas que comparten y filtran, remotamente, información a la cual antes no tenían posibilidad de acceder. Este flujo de información transforma la relación con un mundo cada vez más accesible, un mundo cuyas complejas redes de comunicación van modificando la manera como concebimos la relación con ese otro, en el sentido acuñado por George H. Mead en Habermas (2000, p.17), a partir del cual construimos nuestra propia identidad.

Examinemos la dimensión histórica, y sus diferencias en relación al fenómeno multicultural contemporáneo, con otro ejemplo. Cuando el ciudadano estadounidense se refiere a la expresión “melting pot” alude a las consecuencias culturales derivadas del proceso de emancipación de Los Estados Unidos de América durante los siglos XVII y XVIII. Este proceso es asumido, al menos a nivel del discurso, como la mezcla de las diversas identidades culturales que trajeron como resultado los primeros influjos migratorios a estas tierras desde diversos países del norte de Europa
[1].

Este aparente sincretismo general propio de los procesos constitutivos de las naciones con pasado colonial es, como hemos señalado, diferente al panorama actual en gran parte de las sociedades contemporáneas de corte liberal moderno. Individuos con identidades culturales diversas coexisten bajo la misma bandera de un estado nación sin la presencia de este, al menos aparente, proceso de “fusión”, o si se quiere de sincretismo al modo de la era postcolonial en los países con estas características históricas. Es así que observamos un panorama “multicolor” que, no obstante su riqueza en términos de la diversidad que ofrece, arroja un altísimo grado de complejidad que se traduce en amplios desacuerdos sobre el reconocimiento de diferencias religiosas, políticas, raciales, de género, entre otras.

“...es difícil encontrar una sociedad democrática o democratizadora en estos días en la que no se de lugar a alguna controversia significativa acerca de si sus instituciones públicas, y cómo, deben de la mejor forma reconocer la identidad cultural de las minorías desventajazas” (Gutmann, 1994, p. 3)

Ciertamente, las instituciones públicas enfrentan la difícil tarea de generar políticas públicas que respeten la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, pero que de igual modo reconozcan las diferencias e intereses de los grupos minoritarios. Esto nos remite a una importante discusión, advertida por Kymlicka (1996) entre otros, sobre la universalidad de los valores sobre los que las sociedades democráticas pretenden fundamentar sus asuntos de carácter público.

“… se ha hecho crecientemente claro que los derechos de las minorías no pueden ser subsumidos bajo la categoría de los derechos humanos. Los estándares tradicionales de los derechos humanos están simplemente incapacitados para resolver algunos de las preguntas más importantes y controversiales acerca de las minorías culturales: ¿que lenguaje debe ser reconocido en los parlamentos? , ¿debe cada grupo nacional o étnico tener una educación pública en su lengua madre?, ¿deben las fronteras internas (distritos legislativos, provincias, estados) estar hechas de forma tal que las minorías culturales formasen una mayoría dentro de una región local?, ¿deben los poderes gubernamentales ser devueltos desde un nivel central a niveles más regionales o locales controlados por minorías particulares, particularmente en temas culturalmente sensibles de inmigración, comunicación, y educación?, ¿deben las oficinas públicas ser distribuidas en concordancia a un principio de proporcionalidad nacional o étnica?...” (Kymlicka, 1996, p. 4-5)

Ahora bien, reflexionando en esta misma línea sobre la aplicación de conceptos como multiculturalismo a nuestro propio ámbito cultural surge la pregunta capciosa pero pertinente: ¿acaso este discurso sobre la multiculturalidad posee un carácter socio céntrico por tratarse de una respuesta a los problemas derivados de la diversidad cultural propia de los llamados países del “primer mundo”? Nuestra respuesta a esta interrogante es que en parte si y en parte no. Podemos entender que las respuesta que dan autores, como por ejemplo Taylor (1994) y Kymlicka (1996), a los problemas que enfrenta las democracias liberales sobre el reconocimiento y respeto de la identidad de grupos minoritarios están fundamentados en la observancia de un modelo de sociedad liberal y las características que de ellas se derivan en el sentido cultural, no obstante, y aquí somos enfáticos, la diversidad cultural no es un fenómeno exclusivo de estas sociedades, aún cuando en otros contextos se manifiesta de formas distintas.

Por otro lado, desde nuestra perspectiva la multiculturalidad también debe referirse a un análisis sobre cómo percibimos y evaluamos otras culturas en contextos sociales remotos a los cuales cada vez nos acercamos más a través de la tecnología y a partir de cuya interacción generamos para nosotros mismos un juicio de valor determinado. He aquí un elemento importante de esta perspectiva.

Como hemos dicho, esta diversidad no puede ser concebida únicamente como un contraste de las características raciales, étnicas o religiosas de grupos de individuos a lo interno de una determinada sociedad. Pues en el ejercicio de comparación intercultural, entre unas y otras sociedades constituidas bajo el modelo de Estado Nación, es evidente que surgen diferencias sobre modos de pensar y de relacionarse de los individuos con las instituciones y las normas que de ellas emanan. Esto es muy importante para una verdadera comprensión hermenéutica de la diversidad pues no basta con señalar que somos diferentes de otras sociedades por el tipo de modelo de sociopolítico que hemos logrado constituir, sino que debemos comprender qué ha hecho posible llegar a dicho modelo. Esto es, los modos de valorar nuestras conductas, de jerarquizar valores y actuar en correspondencia a ellos, nuestro sistema de creencias y costumbres, entre otras cosas. Así, la aplicación de conceptos derivados de la investigación a contextos sociales diversos, por ejemplo de autores como Taylor, Habermas y Kymlicka, puede hacerse en sin contradicciones sobre el pretendido carácter interpretativo y comprensivo que estas ostentan. Para nosotros la discusión sobre la multiculturalidad cobra validez desde esta perspectiva.

Así pues, para entender esta tesis que tratamos de defender nos veríamos muy limitados si nuestro análisis no considerase una concepción de la multiculturalidad más amplia. Esto es, un concepto que señala la compleja red de relaciones dadas entre las culturas, dentro o fuera de las fronteras de un determinado país, pero que observa la diversidad cultural no sólo vista desde la perspectiva normativa clásica emanada de la concepción liberal, sino, y justamente, en el contraste de las particularidades culturales con los modelos abstractos de concebir la ética y el fenómeno político, y en defensa de una pretensión más modesta que aquella que se fundamenta sobre la búsqueda de las semejanzas o patrones universalmente válidos. Pensamos que en el caso de obviar esta distinción estaríamos constantemente arrojados a una concepción comparativa errada, y en consecuencia peyorativa, de las formas de relación del individuo con sus instituciones
[2].

Tal como plantea Charles Taylor: “…el colonialismo Europeo debe dar marcha atrás para dar a las personas de lo que ahora llamamos Tercer Mundo su oportunidad de ser ellos mismos sin impedimentos” (1994, p. 31)



Comunitarismo vs. Liberalismo: En la búsqueda de un punto medio


Charles Taylor y la política de reconocimiento

La respuesta institucional de las sociedades democráticas frente a los problemas derivados de la diversidad cultural pareciera hasta el momento limitada. Desde la perspectiva liberal las sociedades democráticas tienen el deber de asegurar a los grupos minoritarios la preservación de su cultura frente la intrusión de las culturas mayoritarias. No obstante, surgen importantes cuestionamientos: “...¿Pueden los ciudadanos con identidades diversas estar representados como iguales si las instituciones públicas no reconocen nuestra identidades particulares, y se fundamentan únicamente en nuestros intereses universalmente compartidos sobre las libertades políticas y civiles, de ingresos económicos, cuidado de la salud, y educación?” (Gutmann, 1994)

Tal como comenta Gutmann (1994) el contrato social rousseauniano fundamenta la idea de una política que procura la homogeneidad de derechos civiles de la sociedad para todos los ciudadanos por igual. La libertad y el respeto por la dignidad individual deben ser las premisas universalmente aplicables para todo individuo independientemente de su religión, raza, etc... Esta tradición, que marcó el ideario político occidental moderno, aún permanece vigente.

“La política de reconocimiento rousseauniana, como Taylor la caracteriza, es simultáneamente suspicaz de toda diferenciación social y receptiva a la tendencia a la homogeneización –de hecho aún siendo totalitaria- de una política del bien común, donde el bien común refleja la identidad universalidad de todos los ciudadanos” (Gutmann, 1994, p. 6)

Desde la perspectiva de Taylor (1994) la filosofía política de Rousseau se fundamenta sobre las ideas que sobrevinieron a la caída del viejo régimen de las monarquías europeas en el cual la demanda de reconocimiento público de los derechos individuales, más allá la dignidad de todos los individuos, estaba absolutamente negada si no se pertenecía a la clase de los “Lords” y las “Ladies”. Al desplazamiento en materia política de la monarquía de los asuntos del magisterio sobrevino la necesidad de una filosofía de reconocimiento de los derechos individuales y la dignidad humana.

La lectura que hace Taylor (1994) de Rousseau es que desde esta perspectiva se hace imposible concebir el concepto de ciudadanía como una identidad comprensiva universal. Los individuos son únicos, individuos creativos, ligados a su cultura, la cual difiere dependiendo de su identificación histórica. Esto no quiere negar el valor de la perspectiva rousseauniana para un política de los derechos individuales, sólo que debemos adoptar una más compleja para poder entender nuestro mundo contemporáneo.

“Parte de la unicidad de los individuos resulta de las formas en las que ellos se integran, se reflejan, y modifican su propia herencia cultural y de las otras personas con las que establecen contacto. La identidad humana es creada, como Taylor lo expone, dialógicamente, en respuesta a nuestras relaciones, incluyendo nuestros diálogos actuales, con otros” (Gutmann, 1994, p. 7)

La demanda de reconocimiento de las particularidades por la que aboga Taylor apunta al menos en dos direcciones: al reconocimiento de los derechos básicos de todo individuo; esto es, derecho a la vida, a ser reconocido como ser humano, y a la consideración de las necesidades particulares de los individuos como miembros de grupos culturales específicos.

Este deber de reconocimiento, tal como Taylor lo expone, “…no es sólo una cortesía que le debemos a la gente. Es una necesidad vital humana” (Taylor, 1994, p. 26) Según Taylor, hay dos hechos que, a su vez, han generado una preocupación moderna por el problema de la identidad y el reconocimiento. El primero de ellos es el colapso de las jerarquías sociales, como bien señalaba Gutmann (1994) anteriormente, y por otro lado la noción moderna de dignidad, usada en términos igualitarios y universalistas.

La importancia del reconocimiento ha sido intensificada por el nuevo entendimiento de la identidad individual que se ha desarrollado hacia finales del Siglo XVIII. Se trata de un tipo de “identidad individualizada” que es particular a cada individuo y que cada uno descubre en sí mismo (1994, p. 28) Desde esta perspectiva los seres humanos poseen un sentido moral, un sentimiento intuitivo de lo que es correcto y lo que no lo es. De acá el término de amor propio atribuido a Rousseau.

No sólo se trata de no moldear mi vida a las exigencias de lo externo, se trata, siguiendo a Taylor, de que se hace imposible conseguir un molde a través del cual vivir fuera de mi mismo. Según esta idea, sólo puedo realizarme a través de mi mismo.

“Ser auténtico conmigo mismo significa ser verdadero con referencia a mi propia originalidad, lo cual es algo que sólo puedo articular y descubrir. Articulando esto, también estoy definiendo mi ser. Me estoy dando cuenta de un potencial que es de mi propiedad. Esta es la base del entendimiento del ideal moderno de autenticidad, y de las metas de autosatisfacción y autorrealización en las cuales este ideal es usualmente colocado” (Taylor, 1994, p. 31)

Taylor introduce un concepto que es clave para entender esta relación entre el individuo, su sí mismo y los otros. Esto es, el carácter dialógico como un elemento consustancial de la naturaleza humana. Desde su perspectiva, la cual compartimos abiertamente, nos volvemos seres humanos, en la completa acepción del término, cuando adquirimos la capacidad lingüística expresiva. No se trata acá sólo de las palabras que pronunciamos, sino de las formas de expresión del lenguaje en un sentido amplio: la expresión artística, nuestros modismos, la estética, entre otros.

En nuestra introducción nos referíamos a George Herbert Mead por la importancia de su planteamiento de construcción de la identidad en relación con ese otro. Tal como plantea Taylor ese “otro significante”, haciendo uso del termino acuñado por Mead en Habermas (2000), se encuentra en la génesis de la mente humana, la cual no tiene un carácter monológico, sino dialógico.

Nosotros definimos nuestra identidad en diálogo con otros, un diálogo a veces conflictivo con lo que los otros desean ver en nosotros (Taylor, 1994, p. 33) Según Taylor, la importancia del reconocimiento estriba justamente en esta relación dialógica. Tanto en el nivel íntimo de nuestras personalidades que hemos examinado detenidamente en estas líneas, como en el plano social que abordaremos a continuación, queda claro que tanto el entendimiento de la identidad como esta idea de la autenticidad han introducido una nueva dimensión dentro de la política de mutuo reconocimiento.

Esta homogeneización de los derechos y el reconocimiento ha tenido también un impacto en la esfera de lo social. Específicamente en la esfera socioeconómica. Este punto es de suma importancia para los efectos de este trabajo. Ya que como señalamos con anterioridad no debemos perder de vista la aplicabilidad práctica de estos conceptos para nuestra realidad inmediata.

Taylor señala con respecto al elemento socioeconómico: “Las personas que sistemáticamente son deprivadas por la pobreza para hacer uso de sus derechos de ciudadanía son colocados desde este punto de vista a una posición en la que han sido relegados a un estatus de segunda clase, necesitando acciones de remedio a través de la igualización” (1994, p. 38)

Si nos referimos a nuestra propia realidad, la venezolana, es clara la necesidad de dar cabida a esta petición, pero no podemos dejar de advertir el peligro que conlleva esta reflexión. Desde esta perspectiva reivindicatoria expuesta por Taylor, pudiese justificarse, incluso, la adopción de un régimen totalitario que se erija como defensor de las “minorías” oprimidas. No se trata de negar la necesidad de reconocimiento de los derechos de las “minorías”, que no obstante han pasado en el caso político venezolano a ocupar el estatus de “mayorías”, sino de buscar ese punto medio en una política de reconocimiento que otorgue estatus de igualdad a todos sus ciudadanos y que no se transforme en la lógica de la victima que se transforma en victimario.

“La discriminación reversa se defiende como una medida temporal que eventualmente nivelará el campo de juego y permitirá las antiguas reglas “ciegas” a volver dentro de una fuerza en una vía que no coloca en desventaja a ninguno. Este argumento parece lo suficientemente fuerte, dondequiera que su base efectiva se oiga. Pero no justificará algunas de las medidas ahora urgentes en el terreno de las diferencias, en el cual la meta no es traernos de nuevo a un espacio social “ciego ante las diferencias” pero, por el contrario, a mantener una distinción abrazada, no sólo ahora sino para siempre” (Taylor, 1994, p. 40)

Con la política de igual dignidad lo que es establecido, dice Taylor, pretende un carácter de universal. Un conjunto de derechos para todos en la que estamos obligados a reconocer el carácter de igualdad de todos los individuos o grupos. Esto atenta contra la idea del ideal de autenticidad que hemos descrito con anterioridad.

El reclamo que establece Taylor (1994) señala a que este supuesto conjunto neutral de “principios ciegos ante las diferencias” es en realidad reflejo de una cultura hegemónica. En la medida que cobran vida estos principios sólo las minorías o las culturas oprimidas son obligadas a tomar forma de culturas alienadas. Como consecuencia, esta supuesta sociedad justa en cuanto a igualdad de derechos no sólo se presenta como inhumana, ya que suprime la identidad de algunos de sus miembros, pero también, de una forma inconsciente, se manifiesta en si misma altamente discriminatoria (1994, p. 43) La pregunta que surge para nosotros es, ¿si en el tratamiento de dicha cultura hegemónica hacia otras sociedades del mal llamado “Tercer Mundo” no se dada este mismo tipo de apreciación?

Aún cuando Habermas (2000) estaría de acuerdo con el cuidado que ha de tenerse con esta falacia socio céntrica, termina por evadir la discusión argumentando lo que el denomina el carácter “pragmático universal” del lenguaje, que valga decir es un concepto que precisamente señala al “uso del lenguaje”, en términos wittgensteinianos, según el cual un concepto cobra sentido cuando está ligado al contexto de juegos de lenguaje en el cual se utiliza, es decir, al comunidad lingüística que hace uso de dicho concepto:

“…denominamos universalista a una ética que afirme que este principio moral (u otro similar) no solo expresa las intuiciones de una determinada cultura o de una determinada época, sino que posee validez universal. Solo una fundamentación del principio moral que no se proporcione remitiendo simplemente a un factum de la razón puede disipar la sospecha de que incurre en una falacia etnocéntrica. Tiene que ser posible demostrar que nuestro principio moral refleja no solo los prejuicios del centroeuropeo de hoy, adulto, blanco, varón y que ha recibido una educación burguesa. No abordaré esta parte de la ética, que es la más difícil, sino que me limitaré a recordar la tesis que la ética del discurso establece al respecto: todo el que emprenda seriamente el intento de participar en una argumentación acepta implícitamente presupuestos pragmáticos universales que poseen un contenido normativo…” (Habermas, 2000, p. 16)

Habría de preguntársele a Habermas ¿quién establece las normas de dicha argumentación?, ¿bajo que presupuestos?, etc… Desde la perspectiva de Taylor (1994) esto no es más que el reflejo de culturas particulares.

Para Taylor, la idea de una sociedad que privilegia una forma política de respeto por las igualdades, tal como se encuentra en las sociedades de corte liberal, insiste en la aplicación uniforme de las reglas que definen estos derechos, sin excepción. La demanda de una política de reconocimiento en Taylor busca no sólo reconocer el valor de las diferentes culturas, no sólo el dejarlas sobrevivir, sino tomar consciencia de su valor.

Este reconocimiento de valor, por más diferente y poco familiar que sea la cultura de ese otro de la nuestra, nos permite una aproximación adecuada para aceptar dichas diferencias. Lo que sucede a estas instancias, siguiendo las ideas de Taylor (1994), es lo que Gadamer (2004) ha denominado “fusión de horizontes”. Esto es, el aprender a movernos en un horizonte más amplio en el cual aquello que nosotros hemos tomado como garantía de nuestras evaluaciones valorativas pueda ser situado tan solo como una posibilidad en el largo espectro de valoraciones de otras culturas distintas a la nuestra. “La “fusión de horizontes” opera a través de nuestro desarrollo de nuevos vocabularios de comparación, por significados de los cuales podemos articular esos contrastes” (Taylor, 1994, p. 67)

Para Taylor, sólo el deseo genuino de abrirnos a un estudio cultural comparativo puede evitar el colocar nuestro lugar, nuestro propio horizonte, en la fusión resultante.


La neutralidad liberal y la tradición lockeiana en Will Kymlicka

Will Kymlicka (1996), contrariamente a la idea de Taylor, defiende la tesis de la reformulación de la tradición liberal como posibilidad de acuerdo intercultural. Podríamos evidenciar en su obra una herencia clara del espíritu lockeiano sobre el carácter laico del ideal de sociedad de la Inglaterra del Siglo XVIII.

Tal como Locke lo planteaba en su Carta sobre la tolerancia (2001), el magisterio no debía, de ninguna forma, interferir en la libertad de credo de los individuos, pero por sobretodo la iglesia no debía dictaminar la conciencia de los individuos e interferir en las normas impuestas por el magisterio. Es decir, debía existir libertad de credo y de prácticas diversas sólo en el ámbito de lo privado, pero en el ámbito de lo público el Estado debía procurar la uniformidad de los ciudadanos en el tratamiento de sus relaciones con la norma jurídica (2001, p. 11)

El fundamento del Estado de corte liberal reposa en la idea de la homogeneidad de sus ciudadanos con respecto al ámbito de lo público. Y como hemos señalado esto tiene que ver con las influencias de importantes filósofos de la ilustración como Rousseau y Locke. Para Kymlicka, la alternativa al reconocimiento de las diferencias culturales se basa en la posibilidad de integrarlas dentro del marco normativo de dichas sociedades liberales. Tal como el mismo lo plantea:

“Creo que es legítimo, incluso inevitable, el suplementar los derechos humanos tradicionales con los derechos de las minorías. Una teoría comprensiva de la justicia en un estado multicultural incluirá tanto los derechos universales, asignados a los individuos independientemente de su membresía a un grupo, y cierto tipo de derechos diferenciados de grupo o un estatus especial para las culturas minoritarias” (1996, p.6)

Sin embargo, advierte Kymlicka (1996), que este reconocimiento plantea peligros evidentes. Según su punto de vista, el abuso del lenguaje de grupos minoritarios en defensa de sus derechos, por ejemplo el caso Nazi, ha sido utilizado para la segregación y el aparthei. Para Kymlicka, una teoría liberal de derechos de minorías, debe explicar como esos derechos de minorías pueden coexistir con los derechos humanos, y como dichos derechos de las minorías están limitados por la libertad individual, la democracia y la justicia social.

Pero, ¿cómo pueden las sociedades liberales aceptar la demanda de derechos diferenciados por grupos étnicos o culturalmente diversos?, siguiendo las ideas de Kymlicka, ¿por qué deben los miembros de ciertos grupos tener derechos sobre la tierra, el lenguaje, representación política, que otros grupos no tienen? (1996, p. 34) Para gran parte de quienes forman parte de las sociedades de corte liberal esta idea de derechos diferenciados por grupos parece reposar en una filosofía opuesta al liberalismo.

Desde esta perspectiva, dice Kymlicka (1996), “…pareciera tratarse a los individuos como meros poseedores de identidades y objetivos grupales, más que como personalidades autónomas capaces de definir sus propias identidades y metas en la vida” (1996, p. 34) La intensión del autor, tal como el mismo lo plantea, es la de poder demostrar que muchas de las formas de la ciudadanía diferenciada de grupos son consistentes con el principio liberal de la libertad.

Esta idea, no obstante, nos plantea varios problemas que quedan sin resolver. Pues tal como advierte Taylor eso que es denominado como “individual” refiere a lo que el ser humano ha logrado constituir para sí en comunidad con otros. Esta relación con otros es lo que nos permite constituirnos como tales. Siguiendo a Wittgenstein (2004), nuestro pensamiento, es decir, el conjunto de esquemas mentales que poseemos como individuos, está determinado por la constitución de nuestro lenguaje, y dicho lenguaje es producto de nuestra interacción con el mundo social en el que nos encontramos inmersos. Así, la posibilidad de pensar de una u otra forma, está ampliamente determinada por el horizonte cultural al cual pertenecemos.

No se trata de decir que no existe la posibilidad autónoma por parte del individuo de, como dice Kymlicka (1996), autodeterminar sus metas y objetivos en la vida, pero sin lugar a dudas, y acá somos enfáticos, dichas aspiraciones están íntimamente relacionadas con el tipo de educación y con la interacción que, en líneas generales, establecemos con nuestro medio social desde temprana edad.

Kymlicka (1996) introduce dos conceptos en un esfuerzo por sistematizar los tipos de demanda de reconocimiento que ocurren dentro de los contextos multiculturales. Por un lado se refiere a las “restricciones internas” y por otro a la demanda de “protección externa”. Las restricciones internas se refieren a aquellos grupos que elevan una demanda a las mayorías en contra de sus propios miembros, esto es, una demanda que busca limitar las actuaciones de sus propios individuos guiada por argumentos de tipo religioso, étnico, etc… La protecciones externas se refieren, por otro lado, al tipo de reclamo que tiene que ver con las reivindicaciones de un grupo contra el grueso de la sociedad, esto es, la demanda de grupos minoritarios en defensa de lo que advierten como el impacto desestabilizador de las decisiones hechas por la mayoría sobre sus derechos.

“Estoy de acuerdo que los liberales pueden y deben permitir ciertas protecciones externas, donde promuevan justicia entre grupos, pero deben rechazar restricciones internas las cuales limitan el derecho de miembros de grupos a cuestionar y revisar las prácticas y autoridades tradicionales” (Kymlicka, 1996, p. 37)

Ciertamente el segundo tipo de demanda de reconocimiento señalado acá por Kymlicka conlleva serios problemas para una sociedad de corte liberal moderno. Es decir, aquella que intenta dar cabida a prácticas de grupos minoritarios que contradicen valores fundamentales de la sociedad como, por ejemplo, el respeto a la vida, el reconocimiento de la condición de humano, la igualdad, etc... Esto puede tener sentido cuando dichos grupos minoritarios tratan de imponer sus prácticas al grueso de la sociedad que no comparte dichos valores. Sin embargo, trasladando esta lógica a una comparación intercultural no queda claramente resuelto el problema. Es decir, cuando intentamos dar cuenta de, por ejemplo, el valor del derecho a la vida en las sociedades musulmanas desde una perspectiva de tercera persona, es decir, viéndolo desde nuestro propio horizonte valorativo.

Y nos referimos a esta comparación porque pensamos que es una práctica muy común en las valoraciones, incluso de tipo académico, de las denominadas sociedades modernas del “primer mundo” hacia las denominadas, erróneamente desde nuestra perspectiva, sociedades del “tercer mundo”. Simplemente esta actitud demuestra una pobreza en la comprensión y aceptación de las diferencias. Pues no se trata acá de defender la clitoridectomía o los matrimonios acordados como prácticas que deben ser universalmente bien valoradas, se trata justamente de cuestionar una forma hegemónica de exponer valores sin una comprensión real del otro. Hace falta un examen que entienda las aspiraciones individuales y colectivas de una determinada sociedad para poder generar algún conocimiento con pretensiones de validez sin ser tentados por un determinismo de tipo universalista. Acá, pensamos, debe prevalecer un equilibrio, y he aquí uno de nuestros grandes retos.

El otro concepto, la demanda de protección externa, que desde la perspectiva de Kymlicka tiene perfecta cabida dentro del esquema liberal de sociedad, también nos arroja algunos problemas. Pues es asumido que la sociedad liberal da por aceptadas las demandas que tienen por objeto limitar el efecto perverso de políticas nacionales que atentan contra los intereses de grupos minoritarios. Pero, ¿qué pasa cuando por ejemplo dichas demandas atentan contra los intereses económicos del Estado?, un ejemplo claro de esto es la lucha de los aborígenes australianos por recuperar sus tierras ancestrales. Dichas tierras fueron expropiadas por el gobierno australiano a fin de poder llevar a cabo un extensa red de explotación minera destinada a la construcción. Esta es una situación que hoy en día permanece de igual forma y ante la cual las demandas de dichos grupos minoritarios han sido sistemáticamente desatendidas.

Pareciera que la antigua relación de supremacía de la Iglesia hacia el Estado, que ocupó la preocupación principal del Locke de su época, y la asumida relación moderna de supremacía Estado – Iglesia de la sociedad laica europea o la sociedad liberal norteamericana, han quedado superadas por un tercer elemento que determina las posibilidades reales de reconocimiento de demandas elevadas por grupos minoritarios. Este es el elemento económico.

Pensamos que esta relación de subordinación de las instituciones gubernamentales de las llamadas democracias modernas a los intereses económicos de grupos minoritarios es uno de los problemas fundamentales que afrontarán dichas sociedades en la búsqueda de una justificación a una explicación de tipo sociológico que pretenda dar valor universal al dogma o religión liberal. No obstante, a efectos de este trabajo nos limitaremos a señalar su incidencia y su necesaria consideración para una discusión sensata sobre la posibilidad de un reconocimiento de las diferencias culturales dentro del contexto de dichas sociedades.



Conclusión

“Las criticas de dominación europea o blanca,
a efectos de que estas no sólo han suprimido
sino también han fallado en su apreciación de
otras culturas, consideran estos juicios despreciativos no
sólo errados pero de alguna forma
también incorrectos moralmente”

Charles Taylor


Hasta acá hemos visto al menos dos vertientes filosóficas, claramente diferenciadas, que intentan ofrecer una respuesta al problema que subyace a la demanda de reconocimiento de particularidades culturales por parte de grupos minoritarios en sociedades liberales modernas. Esta distinción es importante pues debemos señalar que en ambas concepciones nos topamos con restricciones para una verdadera comprensión del horizonte cultural de los denominados países del “Tercer Mundo”. Al menos en el caso venezolano debemos relativizar el concepto de minoría para poder entender si las aspiraciones de modernidad corresponden al deseo de la mayoría o si se trata de una aspiración de un grupo minoritario que ha gozado de un cierto tipo de educación burguesa y una condición económica favorable. De lo contrario pensamos que estaríamos irrespetando el sentido hermenéutico que rescatamos en la obra de Taylor.

Pensamos que toda esta reflexión proveniente de los centros de producción intelectual de las sociedades donde se genera este debate sobre el multiculturalismo debe, primero, servir para un autoanálisis meticuloso de la propia identidad cultural, y segundo, contribuir a la ampliación de un concepto de multiculturalidad que incluya el reconocimiento de las diferencias entre unas y otras sociedades, entre horizontes culturales disímiles, no sólo entre grupos minoritarios y mayorías. Creemos que trabajar con nuestros prejuicios, en el sentido acuñado por Gadamer (2004), es el camino para fundamentar una relación más equitativa y de respeto entre los estados nacionales que coexisten en este gran, pero cada día más pequeño, planeta.

Pero, tampoco debemos perder de vista que la falta de cuidado con esta relativización pudiese derivar en la realización de los intereses de pocos en nombre de la mayoría. Acá rescatamos el espíritu fundador de Kymlicka (1996) que intenta abogar por la defensa de ciertos referentes, aunque criticamos el dogmatismo de su defensa por la teología liberal.

En el apartado anterior de este trabajo hemos señalado la falta de autocrítica de las sociedades de corte moderno liberal sobre los excesos de sus respectivos modelos económicos y, por sobre todo, por una concepción que privilegia la producción de bienes materiales por encima de otras metas valorativas humanas. Muestra de estos excesos se expresa en fenómenos como la maquila y la explotación de mano de obra infantil, a través de las cuales grandes intereses económicos particulares violan sistemáticamente derechos fundamentales del trabajo internacional por abaratar costos de producción y hacer sus productos más competitivos en los mercados internacionales.

Ante este tipo de prácticas las instituciones de los gobiernos liberales de hacen la vista gorda en clara defensa de intereses económicos particulares. Ahora, ¿quién controla estos intereses si las instituciones gubernamentales se encuentran claramente a su servicio? Como señalamos al final del anterior capítulo se da una relación donde se privilegia el papel de la economía por encima del Estado y la Iglesia. Y además se asume este patrón como regla universal generando los mensajes necesarios para la suplantación de aspiraciones culturales diversas, de contenidos particulares con un valor histórico de interés universal, por una especie de ideología de la fatalidad individual.

Tal como plantean González Téllez y Phelan (1992) sobre el entendimiento de las aspiraciones de los venezolanos, las preguntas que surgen “…sólo pueden ser respondidas desde una perspectiva que considere primero lo que las grandes mayorías valoran, ya sea para evaluar la posibilidad de cambiar sus valores y adaptarlos a la economía o mejor aún para la formulación de un modelo social y económico más acorde con nuestros valores, que pueda hacernos más felices colectivamente, aunque quizá menos ricos comparativamente con otros” (1992, pp. 85-86)

Este entendimiento hermenéutico abre la posibilidad a una valoración ética acerca de lo individual y colectivo que cuestiona la tradición racionalista de tipo kantiana que pretende fijar una norma a manera de imperativo para la acción moral y con la pretensión universalista rousseauniana sobre la homogeneidad de derechos individuales.

En adelante nuestra tarea está justamente en la exploración de esos referentes diversos, en la preservación y el cultivo de esa gran biblioteca universal, extensa en sabiduría, que se encuentra esparcida a lo largo de la rica diversidad étnica mundial. Y en este ejercicio seguramente tendremos que hacer grandes esfuerzos por desprendernos de nuestros prejuicios epistemológicos sobre lo que consideramos conocimiento científico y lo que no.


Bibliografía

Álvarez, J.R. (1996) El Tao y el arte del gobierno. Buenos Aires, Argentina. Ediciones Continente.

Cayuela, R. (2006) Conversación con Ayaan Hirsi Ali. (En red). Disponible es: http://www.letraslibres.com/index.php?.art=11264

Daniel, J. (2003) Por una concepción laica de la democracia. (En red). Disponible en:
http://www.elpais.es/articuloCompleto/elpepiopi/20030801elpepiopi_5/Tes/Por%20una%20concepci%F3n%20laica%20de%20la%20tolerancia

Gadamer, H.G. (2004) Truth and Method. Nueva York, EE.UU. Continuum Impacts.

González Fabre, R. (1998) Sobre el estado del Estado en Venezuela. Caracas, Venezuela. Ifedec.

González Téllez, S y Phelan, M. (1992) ¿Qué quieren los venezolanos? Caracas, Venezuela. Fondo Editorial Acta Científica Venezolana.

Gutmann, A. (1994) Introducción. En Taylor, Ch. Multiculturalism. (pp. 3-24) Nueva Jersey, EE.UU: Princenton University Press.

Habermas, J. (2000) Aclaraciones a la ética del discurso. Madrid, España. Editorial Trotta.

Kymlicka, W. (1996) Multicultural Citizenship. Lóndres, Inglaterra. Oxford University Press.

Locke, J. (2001) Carta sobre la tolerancia. Madrid, España. Mestas Ediciones.

Martin, G. (1999) Análisis de narrativas de conflictos morales de la vida real en un grupo de líderes en políticas públicas: una aproximación hermenéutica al estudio de los valores. (Tesis de grado de la Escuela de Psicología, Universidad Central de Venezuela) Caracas, Venezuela: Escuela de Psicología, Universidad Central de Venezuela.

Taylor, Ch. (1994) La ética de la autenticidad. Barcelona, España. Ediciones Paidos Ibérica.

Taylor, Ch. (1994) Multiculturalism. Nueva Jersey. Princenton University Press.

Wittgenstein, L. (2004) Tratactus Logico-philosophicus. Madrid, España. Alianza Editorial.

[1] Aún cuando sería válido preguntarse por el grado de sincretismo alcanzado, a conocimiento del proceso de exterminio casi total de las poblaciones aborígenes que ocupaban dichas tierras, y la segregación política y social que durante siglos existió para con los ahora denominados afro americanos. Se señala una importante diferencia con el proceso venezolano siguiendo las ideas de González Fabre (1997) según el cual aún cuando “...el dominio de los españoles fue prácticamente total durante la época de la colonización, ninguno de estos grupos fue lo suficientemente grande en el sentido cuantitativo, para ser “absorbido” o “insumido” por los otros. Se puede observar entonces que el resultado de este proceso complejo se muestra en el alto grado de mestizaje observable, no sólo en el sentido racial, sino también cultural. De este modo, abriendo la posibilidad de encontrar hoy en día al venezolano que se dice ser católico romano, pero rinde culto a deidades como Changó y María Lionza” (Martin, 1999, p.54)

[2] De esta forma de abordaje es de donde han surgido los diversos ismos que han sido utilizados como etiquetas para describir los valores del venezolano: amiguismo, familismo, etc... aludiendo a aspectos que deben ser erradicados de la cultura presente a favor de valores propios de la modernidad.

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